
Foto: Carolina Vilches
Silvio Rodríguez es un tipo sencillo, lo comprobé desde el comienzo de la entrevista, cuando bajó la escalera y nos dio las buenas noches con tremenda naturalidad. Esperaba encontrar a un hombre de carácter reacio, de esos que no regalan una sonrisa y se muestra poco amistoso con la prensa.
Pero conocí a una persona diferente, educada y hasta medio bonachón, dueño de una profundidad increíble. Aún mantiene en su mano aquel tatuaje que se hizo en el medio del mar, cuando conquistó el océano a bordo del Girón.
Ahí sigue, la calavera con la flor, símbolo de la vida y la muerte, de las contradicciones eternas que matizan el vivir. En ese momento supe que sigue siendo, en esencia, el mismo hombre de los años sesenta, ese que dice no saber lo que es el destino, porque caminando fue lo que es, ese que un día habrá de morirse como vivió.
La noche de nuestro encuentro amenazaba la lluvia y el cielo cumple lo prometido. En el barrio todo el mundo esperaba por su música, bajo un aguacero incesante las personas no se cansaban de escuchar al autor del Unicornio Azul.
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Primero llegó la Gota de Rocío, luego Escaramujo y la Balada de Elpidio Valdés para llevar al pasado a todos aquellos muchachos que, como yo, nacieron en los ochentas y crecieron entre televisores rusos y apagones.
La música tiene un poder increíble de reconciliación. Antes de iniciar el concierto miles de bafles maltrataban el aire con su reguetón. Pero mientras duró el espectáculo nadie se acordó del pan de la bodega, ni de las miserias de la vida y el muchacho con los dientes de oro, dejó de tararear a Don Omar.
Desde ese momento dejé de creer en lo marginal, en las causas perdidas, en los barrios sin sombras.
«Ojalá pase algo que te borre de pronto», coreaba el público con una afinación de espanto. Ahí estaba Silvio, chorreando el agua por su cuerpo. «A partir de ahora seguimos sin bajo», nos decía el músico con esa misma voz de ensueño que empezaba a moldear el gemido melodioso de la era cuando pare un corazón.
El concierto fue corto, pero me bastó para conocer a ese hombre idolatrado desde mi infancia, el mismo que me acompañó con su música en las noches de mis soledades.
A pesar de la gripe que se me ha venido encima, adoré cantar junto a Silvio, bajo la lluvia, en medio del barrio de Dobarganes, en fin de cuentas eso es la vida, aprender a vivir los momentos felices aunque en ello casi te vaya la vida o al menos saber darte el lujo de pescar un buen catarrón.