Tenía unos dientes grandísimos. Casi no cabían en su boca. Siempre intentaba tener los labios sellados y evitaba sonreír. A veces, las carcajadas llegaban de repente y explotaban en un gesto de espontaneidad. Luego se llevaba las manos a la cara, como si una pena desmedida le inundara el rostro.
Cada visita al dentista le erizaba los pelos. El doctor tenía cierto aire de misterio. Permanecía serio ante un sillón al que le salían brazos elásticos. Esos tentáculos devoraban dientes. La primera vez la engañaron con el cuento de la fresita. Lejos de encontrarse con la fruta roja del refresco Toki, apareció ante su vista una máquina asesina, capaz de taladrarlo todo.
En una ocasión intentaron atragantarla con un molde infernal que colocaron en su boca para hacerle la impresión. Luego se divertía con la imagen en yeso de sus propios dientes. Sigue leyendo